Hoy se celebra el día de todos los difuntos. Si aceptásemos la muerte no habría tal celebración, si fuéramos creyentes tampoco, porque pensaríamos en vidas eternas, en resurrecciones, reencarnaciones o cualquier otro estado cercano a la vida que conocemos, que es lo que más se aproxima a lo que queremos seguir siendo, vivos.
Los ritos alrededor de la muerte están asociados a las religiones que, siendo las que uno tiene, sin lugar a dudas son las auténticas.
Las coincidencias que luego se den entre ellas alrededor de las ceremonias no parecen tener mucha importancia en los adoctrinamientos religiosos en su amplio abanico. Tampoco se insiste en que las doctrinas tienen su cal y su arena, y que si bien hay muerte, también hay comida asociada a ella, y bebida y otros placeres que nada incumben ya a los muertos.
Los ritos, más que les pese a unos u otros, son humanos, y solo humanos, daten de donde daten, vayan donde vayan nuestras investigaciones, se les ponga el nombre que se les ponga. Todos somos, pues, paganos, gracias a dios, y el culto a la muerte también.
Fue un abad benedictino, San Odilon, quien instauró el 2 de noviembre la fiesta de todos los fieles difuntos y no hubo ningún celebrado que se negara, no. La Roma oficial la aceptó en el XIV, y se extendió a la cristiandad que a partir de entonces, como ha hecho desde siempre, dio permiso a los vivos para celebrar lo que venían haciendo desde antaño.
Así es que ayer los cementerios –dormitorios en griego, por cierto- se llenaron de tropeles de humanos con sus mejores galas. En la puerta, venta de chucherías, velas, publicidad de marmoleros, vendedores de nichos, intercambios de tarjetas, candelabros, globos, saludos, besos, botes, charlas, lutos, flores, comidas, ricos, cruces, pobres, llantos, risas, todo estaba allí en un día espectacular de luz de viva, ajetreo de muerte.
Los celtas comenzaban el año el uno de noviembre y, entre las fiestas que acompañaban el año nuevo se incluía el culto a los muertos.
En Roma, Rómulo mató a Remo y, éste airado no sin razón, se dedicó a hacerle la vida imposible al hermano desde el allá donde estuviera hasta que, al borde de la desesperación, el asesino quiso congratularse con él celebrándole una fiesta funeraria con todos lo placeres de la vida. Para quién era la fiesta en realidad es lo de menos, lo cierto es que se cuenta esto como ancestro de las bacanales que hacían los romanos en el cementerio una vez al año.
San Agustín documenta que las familias de bien romanas organizaban banquetes sobre las tumbas de los difuntos compartiendo así los placeres de la vida, comer, beber, bailar -señala- con los que ya no estaban en ella. Era una manera de ayudarles en su descanso, o de conciliarse.
En muchos pueblos tanto la celebración de Todos los Santos como la de los difuntos se caracteriza por
comidas colectivas en las que no suele faltar las castañas, los boniatos, los huesos-de santo-, los panellets, el arrope, las tortas de miel y otras especialidades de repostería que coincidiendo con la temporada recuerdan a los difuntos.
También forma parte de las tradiciones poner
un plato al convidado de piedra, es decir, al muerto invocado y, en épocas de crisis, esa misma comida se cede caritativamente a un pobre,
ponga un pobre en su vida, se llegó a oír en estas y otras fechas señaladas. De ahí a sentirse caritativo no hubo ni medio paso.
La vida es corta, celebrémosla nos dijo Horacio:
“Manda traer aquí vino, ungüento y flores poco duraderas de las amenas rosas, mientras lo consienta el tiempo y la vida y los negros hilos de las tres hermanas”. ERGO VIVAMUS, DUM LICET ESSE BENE, resumiendo en latinajo.
En el Louvre siempre me llamó la atención las
vajillas con incrustraciones de calaveras retorcidas sobre grandes parrillas de garfios, las cuencas de sus ojos vacíos y, debajo, escrito: conócete a ti mismo.Bebamos, comamos, seamos intensamente. La vida es breve se esté en el estadio en que se esté, divirtámonos, porque una vez muertos seremos en la colectividad como esos muertos de ayer y hoy, excusa para tranquilizar el temor de sabernos tan efímeros como razonablemente paganos, memoria de las vidas que comparten o no la común materia del hilo de nuestra respiración. La muerte nos iguala.